Fosa común
Debanhi. No paro de mirar la última fotografía que alguien te tomó. La última, quizás. Parada a la orilla de […]
Debanhi. No paro de mirar la última fotografía que alguien te tomó. La última, quizás. Parada a la orilla de una calzada, con tu blusa blanca y tus botines negros, de brazos cruzados, esperando, vulnerable. Te veo y pienso que te vistes como mi hija, y en estos días en los que no sabemos dónde estás, te he adoptado. Hora tras hora reviso las redes sociales para saber algo de ti. Le rezo a todas las diosas para que te encuentren, para que te encontremos. Pienso en tu madre, pertrechada entre la angustia y la incertidumbre y un pellejo de esperanza. Lo mismo que yo padecería si mi Julia desapareciera. Pienso en tu familia, pisando la tierra crujiente de un río seco, escudriñando los matorrales, gritando tu nombre, buscándote. Pienso en tantas familias así y quiero gritar y huir de la vida y de los vivos porque me avergüenza mi País. Porque te fallamos. A ti y a tantas más. Te fallaron las instituciones, los gobernadores como Samuel García, el presidente López Obrador, los policías, los fiscales, los hombres.
La misoginia acecha a las mujeres de México, produciendo ausencias y madres buscadoras, en Estado tras Estado. Jóvenes están desapareciendo por acción u omisión o indolencia. Están desapareciendo porque la sociedad todavía discute si fue su culpa, por salir solas y de madrugada. Esa sociedad moralmente mezquina que las culpa por ser libres. Esta sociedad aberrante que las critica por ir a un bar, divertirse, bailar, vivir, como tantas noches lo ha hecho mi hija, educada para ser persona y no cosa u objeto. Educada para ser dueña de sí misma como lo eran Debanhi y María Fernanda y Alison y Jaqueline y Karen y Paulina y Yolanda y miles más que se toparon con la realidad de ser mujer en este País, convertido en fosa común.
Súbete a un taxi y puedes desaparecer. Ve a un bar con amigos y puedes desaparecer. Toma un Uber y puedes desaparecer. Baila con desconocidos y puedes desaparecer. Camina sola de noche y puedes convertirte en un número más en la lista de casi 100,000 personas desaparecidas, como lo acaba de documentar el Comité de Desapariciones Forzadas de la ONU. Ser mujer aquí es sobrevivir con miedo permanente ante la posibilidad de la mano que estrangula, el pene que viola, el golpe que mata. La desnudez perenne porque la ley no te protege, los jueces no te creen, la Policía no te cuida, la sociedad no te arropa. El sexismo y el machismo vuelven a tu cuerpo algo que puede desaparecer.
Ante esa anormalidad normalizada, cargo con una tristeza inenarrable. Estoy triste por la familia de Debanhi, por la familia de tantas, por México, pero sobre todo -en este preciso instante- estoy triste por lo que nos han arrancado a ellas y a nosotros. Por los libros que no leerán, las ideas que no compartirán, los besos que no darán, las hijas que no concebirán. Estoy triste porque la historia de Debanhi -singular y a la vez reiterativa- retrata una injusticia cósmica, una crueldad profunda, una herida compartida, un deseo de quemar puertas y pintarrajear monumentos.
No sé qué hacer porque llevamos años reclamando a este Gobierno -y a los de antes- para que cumplan con su obligación fundacional de protegernos. Llevamos más de dos sexenios exigiendo la desmilitarización que sólo crece, con su saldo de violencia letal. Y no pasa nada: Siguen desapareciéndolas, desapareciéndolas. Mientras hombres de poder pasean por Palacio Nacional, burlándose, riéndose de nosotras. Lo poco que queda es marchar, gritar que no nos cuida la Policía sino las amigas, diseminar videos con consejos para andar por la calle sin que te violen o te maten o te desaparezcan. Buscar formas de lidiar con las siete desaparecidas al día, las 300 asesinadas al mes, los huesos en el desierto, lo que queda de un cuerpo cuando alguien busca borrarlo.
Quisiera prometerle a esa Debanhi bonita, a esa Debanhi nuevoleonesa, a esa Debanhi mía y de todos, que nos haremos responsables de los hombres ignominiosos detrás de su desaparición; los hombres que siempre encontrarán una excusa para pararse del banquillo de los acusados. Quisiera asegurarle que preservaremos su voz y su verdad, al lado de otras, tantas. Rechazaremos que el clamor por ellas sea desacreditado como una «campaña de desprestigio» contra el Gobierno en turno. Porque parafraseando a Rosario Ibarra de Piedra, no hay democracia con desaparecidas. Ni con miles de mujeres en una fosa común.