Nacional 16 de mayo de 2022 3 años ago

Peje privatizador

En este Gobierno, los mexicanos perdimos los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional. ¿Recuerdan la sensación de contemplarlos? ¿Pararse […]

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En este Gobierno, los mexicanos perdimos los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional. ¿Recuerdan la sensación de contemplarlos? ¿Pararse ahí, escudriñando cada detalle, explicándoles a los hijos la historia de México, cara por cara? La emoción, el embelesamiento, el amor con el cual uno veía la historia plasmada con el pincel. Al menos para mí, era parte de la rutina familiar, cada par de meses, comenzando por las enchiladas suizas en el Sanborns de los Azulejos, pasando por un chocolate al Café Tacuba, terminando el recorrido en la escalinata del Palacio, mirando el dolor de la conquista, el orgullo de la Independencia, el fragor de la Revolución. El patrimonio compartido, concurrido, visible, y nuestro, ahora privatizado por un Presidente que prometía acabar con los privilegios, pero también se los apropió.

Aseguran que para verlos basta con hacer una cita. Imposible hacerlo por Internet, que no provee ni pistas ni instrucciones ni claridad ni una persona que conteste el teléfono.

Ahora hay que recurrir a alguien en algún museo que conozca a alguien en otro museo, que tenga algún contacto en Palacio Nacional, donde te exigen una serie de requisitos burocráticos y acreditaciones para finalmente otorgar -de manera discrecional- una autorización, si tienes suerte. Lejos quedaron esas mañanas luminosas de entrar por la puerta principal de Palacio Nacional, pensándolo tuyo y de todos. Ahora sólo el gabinete y la familia de AMLO tienen acceso a lo que era del pueblo. Abrieron Los Pinos donde no hay nada, pero se apropiaron de un palacio que alberga nuestra memoria histórica. Un bien público se volvió un privilegio privado.

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Y como esa anécdota, tantas más. Como esa historia, muchas otras y con consecuencias más desoladoras que la apropiación presidencial del patrimonio cultural. López Obrador se queja a diario del neoliberalismo privatizador que dejó a los mexicanos a la intemperie, pero imita sus métodos y exacerba sus peores efectos. Al pauperizar lo público, obliga a recurrir a lo privado. Al encoger al Estado, somete a los ciudadanos a los abusos del mercado. Al abdicar de un sinnúmero de responsabilidades gubernamentales, fuerza a los desposeídos a buscar soluciones particulares.

He ahí al padre de Debanhi, convertido en detective privado, contratando a un médico independiente para hacer una autopsia en la que pueda confiar, abriendo su propio canal de YouTube, en busca de la justicia y la verdad que el Estado no puede proveer. He ahí a quienes dependían del Seguro Popular, que después migraron al fallido Insabi, ahora varados en las colas del IMSS-Bienestar, obligados a comprar sus propios medicamentos, o acudir a un médico particular porque la “austeridad republicana” los ha dejado desprotegidos. He ahí a las familias de 100 mil desaparecidos, formando comisiones de búsqueda en Estado tras Estado, escarbando la tierra, rastreando fosas, ante la falta de recursos de un Gobierno que gasta a manos llenas en Dos Bocas. El ejemplo de las familias de la Línea 12 que no aceptaron la miserable compensación ofrecida por el Gobierno capitalino, ahora intentando litigar en el extranjero, para obtener ahí lo que su propio País no les otorgó. O los niños que aún no han recibido la vacuna Covid, o las niñas que no han podido protegerse contra el papiloma humano, o las mujeres que antes podían ir a Fucam para pelear contra el cáncer de mama, y ahora tienen que desembolsar dinero de su propio bolsillo, porque el apoyo público desapareció. O los más pobres que -según el Inegi- reciben montos menores que en gobiernos anteriores, debido a la eliminación de Prospera, y a pesar de los publicitados programas sociales. Menos Estado, más desamparados. Parafraseando a James Baldwin, se ha vuelto muy caro ser pobre.

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Pasamos de la retórica “de todo para todos” a la realidad de “ya no hay nada para nadie”.

Porque el Presidente desconfía de la burocracia y la despidió; odia los programas imperfectos del pasado y los eliminó; no entiende para qué sirve el Estado y lo adelgazó; en lugar de acrecentar la provisión de bienes públicos los encogió. Las transferencias directas de dinero equivalen a una privatización de facto. Ahora muchos tienen que comprar lo que el Estado debería proveer. Y mientras, la nueva élite camina por los pasillos del poder, contemplando murales que antes eran nuestros, pero ahora son suyos.
 

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La autora es académica, politóloga, escritora mexicana y editorialista en medios nacionales.

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